
El piso estaba acostumbrado a la transitoriedad de sus inquilinos, de hecho, había ido minimalizándose para dar cobijo a los transeúntes que circulaban entre sus paredes. Estas estaban desnudas, lisas, de un color blanco-gris o gris-blanco, no permitía que se le colocasen cuadros o fotos; cualquier personalización la tomaba como una agresión a su integridad.
Cierto es que este último inquilino era poco molesto, dormía y poco más, de vez en cuando recibía alguna visita de familiares, visitas cortas y poco ruidosas, como le gustaban a la casa.
El mobiliario era estoico, ausencia de lámparas, cable, casquillo y bombillas eran los adornos de los techos; en el salón, una mesilla de centro de líneas rectas y ningún adorno, un sofá de dos plazas, un televisor y un equipo de música (ambos sobre el suelo); la cocina equipada con lo necesario, una mesa y dos sillas; las habitaciones escuetas, cama, mesilla y armario; muebles prensados de colores indefinidos y líneas rectas.
El piso se encontraba cómodo con pocos ropajes, no quería sentimientos entre sus cuatro paredes.
Últimamente, el inquilino, pasaba más tiempo del habitual en la casa; llegaba mediada la tarde y se sentaba en una silla mirando hacia la pared, con los ojos fijos, perdidos y un silencio abismal, así durante horas.
Le incomodaba que le mirase, le hacía sentirse observado, examinado y, no le gustaba. Ayer, cogió un metro, comenzó a medir y marcó dos equis en una de las paredes del pasillo. Esto le puso muy nervioso.
Ahora entra otra vez, trae en la mano algo grande, ¡un cuadro!; lo desenvuelve y posa en el suelo; se dirige, martillo y alcayata en mano, hacia la pared, fija sus ojos en las marcas que hizo el día anterior, con la mano izquierda sujeta la alcayata a la altura de la marca, con la mano derecha inicia el movimiento de golpeo. La pared se abre dejando ver las puertas del infierno, él se deja arrastrar.
Suena la llave en la puerta. Es el dueño se le oye decir: “este es el piso, es bastante soleado y como ve, para sus necesidades perfecto, cocina, salón, baño y dos habitaciones. El último inquilino desapareció de repente y lo único que dejó fue una foto de felicidades pasadas, ¿está interesado en alquilarlo?

Carlos Campelo García, nació hace cincuenta y tres años en Benavides de Órbigo, un bello pueblo de la provincia de León (España).
Cursó sus primeros estudios en el colegio de dicho pueblo, los continuó en el colegio de Padres Dominicos de la Virgen del Camino y finalizó el bachillerato en el instituto de Veguellina de Órbigo. Estudió lo que hoy sería el Grado en Historia en la Universidad de León y actualmente está elaborando su tesis doctoral en esta misma Universidad.
Apasionado por la escritura, ha colaborado como autor en las antologías «Historias para hacer historias» (Pi-ediciones, 2016) y «Artistas de León al rescate de Concha Espina» (Lobo sapiens, 2020). Es autor de «Solo un nombre» (Lobo Sapiens, 2019). Participa activamente de los acontecimientos culturales y literarios de la ciudad de León, muy especialmente como asiduo colaborar con «Cuento Cuentos Contigo», evento mensual dedicado a la narrativa.
Ha trabajado desde los veinticinco años como administrativo hasta la actualidad.