Un tesoro en el palacio del rey by María Dolores Martínez Lombó

Imagen tomada de Pixabay

Hace muchos, muchísimos años en la era cuadragésimo sexta después de la milésima, allá por el año 1008, existía una villa regada por el agua del río de Los Peces, pequeño hijo del Ornia, cauce   principal que daría nombre a la tribu Astur de los Orniacos, primeros pobladores de la comarca.

Aquella villa conocida como Palacios del Rey, estaba presidida por un austero palacio castillo construido como habitáculo de verano o escondrijo temporal de reyes, reinas, príncipes, infantas, vizcondes, condes o tenentes.

Los lugareños trabajaban la tierra, cultivando centeno, trigo, cebada y lino; a la vez que cuidaban el ganado que se criaba en los abundantes pastos del valle.

Y los que no tenían ni oficio ni beneficio se entretenían buscando   pequeñas pepitas de oro que la corriente pudiera arrastrar de los auríferos que surgían, cual rubias melenas, de las montañas en las que se esconde el dios Teleno.

Algunos de ellos, tenían permiso para entrar en el castillo a llevar viandas, frutas o carnes, por eso no eran ajenos  a las comidillas palaciegas y a lo que allí sucedía.

A través de la historia corrían dimes y diretes, secretos y líos, pero el rumor que os voy a contar perduró de siglo en siglo hasta la época más reciente.

Parece ser que en una de las torres existía una enorme bodega a la que se llegaba por debajo de la tierra, a través de un subterráneo y que en esa bodega se ocultaban las riquezas del reino, para evitar saqueos y asaltos que a veces provocaba la necesidad.

Otros decían que eran testigos de cómo, en la oscuridad, entraban sacos repletos de oro por la puerta del lienzo Este, empujados por hombres que escondían su identidad y su voz bajo una máscara.

Esos sacos, pasado el tiempo, salían ocultos en baúles protegidos por herrajes, cadenas y candados, como si del propio equipaje real se tratara.

Pues bien, los lugareños de todos los siglos fueron transmitiendo año a año y momento a momento un intrigante rumor. Allí, en aquél pasadizo y bajo la tierra había quedado en el olvido un baúl, repleto del dorado fruto que el dios Teleno había regalado a esa comarca.

Pasan y pasan los años, a la vez que entran y salen aventureros, caminantes y lugareños que realizan pesquisas y diferentes estudios del terreno; pero nada de nada. Se abren catas y se convocan concursos de expertos pero la nada sigue siendo lo único que se encuentra.

Durante años hubo variopintas propuestas. Tal como aquella que propuso un habitante del valle. Dejadme habitar, pidió, durante un tiempo la sala principal del castillo, la equiparé con una confortable cama con edredones de suave plumaje, será tan grande

y redonda como la torre. Y explicó… si duermo bien, puedo hacer realidad y adivinar todo lo que nos preocupa… se le concedió el tiempo oportuno y sólo la nada respondió.

Otra propuesta, también sorprendente, fue la de un maestro experto conocedor del universo de los libros. Levantad esa cama, dijo, yo colocaré una biblioteca tan grande, alta y redonda como la sala principal de esta torre, y así día y noche, leyó, consultó y estudió cada libro a fin de encontrar por respuesta el lugar aproximado donde podría estar escondido el cofre que guardaba el supuesto tesoro, pero ni todo el conocimiento reunido , dio respuesta.

Poco a poco, aquel extendido rumor fue quedando en suspense. La vida de los habitantes de Palacio del Rey transcurría dentro de una monótona normalidad hasta que un día, definitivamente, casi sin querer, comenzó a resolverse.

Unos niños jugaban cerca del castillo, al lado de un antiguo convento, de repente parte de la calzada se hundió, dejando al descubierto un pasadizo que comunicaba bajo tierra el convento con uno de los torreones de la fortaleza.

Sin más dilación, una comitiva recorrió el trecho que separaba las antiguas edificaciones y allí en una sala oculta y desconocida se encontró un único cofre de medianas dimensiones, atado y más que atado con gruesas cadenas. Se arrastró hasta la superficie, un herrero doblegó las cadenas y en presencia del pueblo se descubrió lo que había en su interior.

Una piel de jabalí, un pequeño escudo de madera, una túnica de buen lino, colgantes de azabache y madera que habían pertenecido a la tribu astur de los Orniacos. Túnicas y ornamentos romanos. Unas piedras de cantera. Unos hilos de oro. Telas de colores de buen percal. Una corona de rey y a robusta trenza de una reina, dicen que posiblemente fuera de la reina católica quien descansó en la torre varias jornadas.

La cara de los presentes era el vivo reflejo de la desilusión y de la decepción, qué podemos hacer con esto, se preguntaban. Pronto comprendieron que lo que allí se guardaba eran las raíces de su historia, que bordadas quedaron en el escudo de la villa para que sirva de memoria a través de los siglos.

Seguirá por siempre el cofre enterrado en el patio de armas, donde los vencejos vuelan, cuando por el octavo mes se siente la poesía.

María Dolores Martínez Lombó

MARÍA DOLORES MARTINEZ LOMBÓ

Castrillo de las Piedras (León), 1959.

Licenciada en Filología Hispánica (Universidad de León, 1982).

Vine al mundo en verano, en un molino de aceite de linaza a la orilla del río Tuerto. Me gusta escribir y esta acción siempre ha estado vinculada con mis estudios y posteriormente con el trabajo que desarrollo.

Escribo, desde el corazón y desde la memoria, relatos con los que pretendo trasmitir recuerdos, vivencias y emociones. Aún inéditos, recopilo como un tesoro todas las narraciones que escribo a propósito de mis intervenciones en el Recorrido Romántico, en las Rondas de Filandones y de otros eventos culturales en los que participo.

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