El juego by Carlos Campelo García

Ilustración de Carlos Campelo García

Era un día de mediados de octubre, frío, cubierto de nubes; el niño regresó de la escuela a la hora de siempre, entró en casa y se dirigió al taller donde trabajaban sus padres y su abuelo. Taller del arte sartoril, lleno de máquinas de coser, agujas, alfileres, tizas, planchas, tijeras, telas y grandes mesas en las que colocar los patrones y cortar pantalones y chaquetas. Después de saludar a todos, se dirigió a la cocina en compañía de su madre.

Hoy le preparó la merienda que menos le gustaba: queso y pan. Juntos formaban una masa seca que se le hacía eterna en el hueco de la boca. La comió sin protestar y a continuación se puso a hacer los deberes del día. Eran pocos: un poco de caligrafía y de matemáticas. Cuando los acabó se los enseñó al abuelo – era el encargado de corregírselos – . Acto seguido se dirigió a la cochera, dispuesto a jugar con su soledad y sus juguetes. .

No era una cochera al uso, había sido, en otra vida, el armero de la casa cuartel de la Guardia Civil al que se le había practicado un gran agujero para que pudiese entrar el coche. Estancia de unos 20 metros cuadrados con paredes de adobe de metro de espesor, el suelo de tabla de roble, y el techo de cañizo enlucido con yeso que mostraba las grietas correspondientes al paso del tiempo. Como fuentes de luz disponía de una única ventana de 50 cm. X 50 cm., enrejada para evitar a los ladrones, orientada al suroeste, y una bombilla de 50 vatios que colgaba solitaria en el centro de la estancia. El mobiliario lo constituían, en uno de los frentes, una gran mesa de sastre y, en un lateral, un viejo aparador pintado de blanco que se había convertido en el almacén en que el niño guardaba los juguetes.

Hoy le apetecía representar una película completa e inició la construcción en el suelo de una ciudad. Cogió las piezas de un juego dedicado para montar castillos con las que fabricó varias casas. Echó mano de la imitación de asfalto de un juego de carreras de coches, usó un fuerte del oeste como comisaría, utilizó los coches de metal para ocupar las carreteras, sacó de sus bolsas figuras humanas de indios y vaqueros a los que dotó de una personalidad moderna y comenzó a reflejar en su juego la vida normal de una población que él imaginaba ciudad; llena de transeúntes, donde unos hablaban con otros, donde unos compraban, otros vendían, donde unos amaban y otros odiaban.

La imaginación del niño transformó la disparidad de los juguetes en unidad, lo veía como veía la ciudad que en ocasiones visitaba con sus padres, reflejaba lo que pasaba por sus calles, sentía lo que las personas que manipulaba sentían, vivía las vidas de esas gentes, se introducía en las figuras de plástico y las dotaba de conciencia, oía el bullicio de las calles, el sonido de los coches, el transitar continuo de las gentes.

Afuera tronaba, comenzaba una tormenta de otoño, con todo su aparato eléctrico y sonoro; las nubes habían convertido lo poco que quedaba de día en noche. El niño encendió la bombilla y con la escasa luz que le proporcionaba siguió jugando.

La madre del niño, que tenía fobia a estos fenómenos meteorológicos, se acercó a ver cómo estaba y le indicó que pusiese fin al juego y se dirigiese al cuerpo principal de la casa para cenar y después irse a la cama.

El niño contestó con un “ahora mismo, según acabe de jugar”. En su imaginación un ladrón había entrado a robar en la joyería de la ciudad acabando con la vida del dependiente e iniciando la huida de la policía. Robó un coche a punta de pistola y se subió a este; comenzó a conducir sin control y a una velocidad vertiginosa. En el primer cruce de calles se salta un stop y colisiona con otro vehículo; los dos coches arden – el niño usó del alcohol para darle más veracidad al suceso -. Este hecho ponía fin a la vida del delincuente y trágicamente, también, a la de la familia que viajaba en el vehículo contra el que colisionó.

En el exterior se escuchó el sonido de un trueno que hizo temblar las paredes de la estancia. La oscuridad era total. Apagó el fuego, recogió de forma ordenada todos los juguetes y se dirigió a la cocina. Cenó y se dispuso a dormir.

Al día siguiente, mientras esperaba a que su madre les sirviese la comida, su abuelo leía el periódico y se detuvo en una noticia que le parecía horrible: “La Policía Local informa de que en la tarde de ayer un individuo, delincuente habitual, atracó la joyería sita en la calle principal de la ciudad matando al dependiente y dándose posteriormente a la fuga. Para tal fin robó a punta de pistola un coche que en el trayecto de huida, al saltarse una señal vertical de stop, arrolló a un vehículo en el que viajaba una familia de cinco miembros. Como consecuencia del impacto, ambos automóviles se incendiaron, falleciendo el delincuente y los cinco miembros de la familia”.

El niño no pestañeó.

Carlos Campelo García

Carlos Campelo García, nació hace cincuenta y tres años en Benavides de Órbigo, un bello pueblo de la provincia de León (España).

Cursó sus primeros estudios en el colegio de dicho pueblo, los continuó en el colegio de Padres Dominicos de la Virgen del Camino y finalizó el bachillerato en el instituto de Veguellina de Órbigo. Estudió lo que hoy sería el Grado en Historia en la Universidad de León y actualmente está elaborando su tesis doctoral en esta misma Universidad.

Apasionado por la escritura, ha colaborado como autor en las antologías «Historias para hacer historias» (Pi-ediciones, 2016) y «Artistas de León al rescate de Concha Espina» (Lobo sapiens, 2020). Es autor de «Solo un nombre» (Lobo Sapiens, 2019). Participa activamente de los acontecimientos culturales y literarios de la ciudad de León, muy especialmente como asiduo colaborar con «Cuento Cuentos Contigo», evento mensual dedicado a la narrativa.

Ha trabajado desde los veinticinco años como administrativo hasta la actualidad.

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